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Para buscar mi infancia ¡Dios mío! 
 
comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos 
 
y encontré mi cuerpecito comido por las ratas 
 
en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos. 
 
Mi traje de marinero 
 
no estaba empapado con el aceite de las ballenas 
 
pero tenía la eternidad vulnerable de las fotografías. 
 
Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme. 
 
Niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida, 
 
asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos, 
 
asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su 
 
costado siniestro. 
 
Oigo un río seco lleno de latas de conserva 
 
donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas
de sangre. 
 
Un río de gatos podridos que fingen corolas y anémonas 
 
para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos. 
 
Aquí solo con mi ahogado. 
 
Aquí solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de
hojalata. 
 
Aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta. 
 
Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos 
 
que juega al tiro al blanco y otro grupo de muertos 
 
que busca por la cocina las cáscaras de melón, 
 
y un solitario, azul, inexplicable muerto 
 
que me busca por las escaleras, que mete las manos en el aljibe 
 
mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las
catedrales 
 
y las gentes se quedan de pronto con todos los trajes
pequeños. 
 
Para buscar mi infancia ¡Dios mío! 
 
comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos 
 
pero mi infancia era una rata que huía por un jardín
oscurísimo 
 
y que llevaba un anda de oro entre sus dientes diminutos. 
 
F. García Lorca 
 
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